jueves, 11 de junio de 2015

Reconcentración; un testimonio



  

  
 Julián Sánchez

 La vida en el campo era ya imposible. La gente andaba hambrienta y casi desnuda. Todos venían hacia nuestra casa; cocinábamos dos latas de boniato, pero esto era insuficiente. Nos comían las gallinas, los cerdos y hasta los terneros. De noche, nos invadían los perros de los contornos; llegaron a comerse un ternero en el corral de las vacas. Los gatos se tomaban la leche depositada en la canoa del queso. Ni matándolos nos librábamos de estos animales.

 Habían quedado muchos campamentos regados por aquel término. Nadie tenía recursos. A algunos campesinos les entregábamos gallinas, recomendándoles que las criaran en el monte, porque de lo contrario en poco tiempo no iban a tener ellos ni nosotros.

 En el ingenio Habana se habían reconcentrados todos los campesinos a quienes Collares les había quemado sus casas. Estaban desamparados y salían a buscar viandas al campo para poder comer. Una caravana de mujeres, niños y hombres nos visitaba diariamente; traían sacos y estaquitas para sacar boniatos. Nos llamaba la atención que mi padre les diera todo lo que pedían; pensábamos que pronto tendríamos nada; pero él decía: “¿No ven que vienen temblando? Esa es el hambre. Mientras haya algo no se les puede negar”.

 Niños descalzos y harapientos cogían las mazorcas de maíz tierno y se las comían.

 Continuamos nuestro “vía crucis”, porque fuimos los últimos en reconcentrarnos. A pesar de que nadie nos conminó para que lo hiciéramos, tuvimos que irnos “voluntariamente” para el pueblo. Mi padre tenía una tierra rota para sembrar boniatos, y nos pidió que antes de marcharnos cortáramos bejucos para sembrar. Protestamos, porque la tierra no estaba suficientemente preparada, no pensábamos cultivarla y de todas maneras la íbamos a dejar. Insistió y lo hicimos a regañadientes, sólo por complacerlo.

 El abuso que se cometía con los cubanos había fomentado el odio, el cual se extendió hasta los muchachos. Se crearon dos bandos: en uno estaban los hijos de los mambises y en el otro los hijos de los guerrilleros.

 Nosotros éramos los bandoleros y ellos los civiles.

 Se libraban verdaderas batallas campales en la que no faltaban heridos, sobre todos de cabezas rotas. (…)

 Llegamos a trabar combate frente a la casa del capitán Juan González, quien prefirió observar la pelea de pie; los guerrilleros quisieron intervenir, pero él no los dejó.

 La reconcentración trajo como consecuencia la desocupación total. Los campesinos no podían producir nada; se iban agotando las mercancías hasta que quedaban las tiendas vacías. El bloqueo vino a destruir la economía y a remachar más el hambre.

 Daban dos días a la semana para ir a buscar alimentos al campo, pero pronto se agotó lo que había. Un mulato llamado Vivian salía por todas las calles gritando: “A forrajear mañana el boniato, el plátano, la calabaza amarilla y el quimbombó”; y esto lo hacía con música que él mismo le había puesto. Vana ilusión la del canto, porque ya sólo se conseguía bledo, verdolaga y palmito. El palmito se obtenía del cogollo de la palma real.

 El hambre hacía estragos en el pueblo; no había día en que no se produjeran por lo menos dos o tres defunciones. El portal de la tienda La Favorita lo habían transformado en hospital, con piso de tierra y camas de sacos de azúcar.  Cuando alguien moría, venía el mulato Vivian con otro ayudante, amarraba el cadáver con ariques de yagua y, atravesado en una cañabrava lo conducían al cementerio. Pronto ocupaba otro su lugar. Eran tantos, que a veces echaban tres en una sepultura. No se podía entrar en el cementerio por el mal olor que producían los cadáveres en descomposición.

 Forrajear era peligroso, pero era preferible morir por una bala –como decía mi padre-, antes que contemplar siquiera aquellas escenas dantescas. Aquellos infelices eran personas pobres de espíritu que no iban a forrajear por miedo a que los mataran. Cuando se daban cuanta ya el hambre los había inutilizado.

 Por otro lado, los médicos eran escasos y había que pagaros bien. Existían los negros curanderos. Para la pulmonía hacían sinapismos de mostaza; después, sobre la parte quemada, aplicaban un ungüento amarillo y por ahí sacaban la congestión. No eran tan efectivos, pero a tiempo curaban mucho. La verbera cimarrona era muy buena para la indigestión o el calor en el estómago. El catarro se quitaba con un cocimiento de flores de calabaza y romerillo, cogollo de guanábana y hojas de naranja; se endulzaba con miel de abeja. La jalea real servía para aumentar los glóbulos rojos y también para el catarro. (…)

 Publicaron entonces un bando para repartir zonas de cultivo a una legua a la redonda. Mi padre pidió tierra en la finca Santiago, al lado de un arroyo donde podía abastecerse de agua. El comandante Sigüenza respondió a su solicitud con estas palabras: “No, qué disparate; se le dará cerca del fuerte para tenerlo a la vista, porque usted es más peligroso que los mambises que están en la manigua”.

 Obtuvo un pase para ir a la loma de Franki. Mariano de la Campa, comandante del pueblo, mandó la guerrilla detrás para que lo asesinara. Nosotros seguimos al río Las Palmas y desde allí vimos a los guerrilleros correteando para encontrarlo.

 Mientras pescábamos, se aparecieron unos mambises semidesnudos, sin zapatos y con el fusil terciado en un cáñamo sobre la espalda. Eran conocidos; mi padre y mi tío se quitaron la ropa interior y se la dieron, así como el yesquero y todos los instrumentos de pesca. Nos pidieron el burrito para comérselo y mi hermano chiquito comenzó a sollozar; para tranquilizarlo le prometieron hacerle un pesebre en el monte. Para nosotros fue como si hubiéramos perdido un miembro de la familia….

 Empezamos las labores en la zona de cultivo. Recogimos herramientas viejas abandonadas en las casas del campo; desarrollamos un trabajo febril, ya que cada hora que pasaba, la miseria asomaba más su cara sangrienta.

 A los tres meses llegaron unos compradores de Cárdenas y le propusieron a mi padre comprarle el maíz. Pero objetó que este no tenía grano todavía y que por lo tanto no servía. Le explicaron que con las tusas bastaba; allá las hervían con cangrejo y se tomaban ese caldo. ¡Aquellos pobres estaban peor que nosotros!

 Decidimos salir sin pase, que eran como jugarse la vida, y fuimos al arroyo de Batalla con una guataquita para escarbar en un terreno donde antes hubo un boniatal. Había que picar un cordel para encontrarse dos o tres libras de rabisas…

 Mi padre contrajo el beriberi, enfermedad que mató a cientos de cubanos. Nos dijeron que con el tábano se curaba, pero esta planta solo la había en los montes Carrión, a más de tres leguas del pueblo. Y el pase oficial solo autorizaba alejarse una legua.

 Salimos por la mañana rumbo a Carrión. A las cuatro de la tarde entrábamos con dos cargas de tábanos. Ya no se podía levantar, por la hinchazón. Le empezamos a dar cocimiento de raíz; con las hojas preparábamos agua para bañarlo. A los tres días había curado pero faltaba resolver el problema de la alimentación. Tenía la piel colgando…

 Hicimos varias casillas y las pusimos en la zona de cultivo. Matábamos pájaros de todo tipo, aunque no se comiesen. Tomó caldo hasta de pitirri y judío. (...)

 No hay carne peor que la del ratón.

 La situación se agravó pavorosamente. Se carecía de lo más necesario, al extremo que no importaba que alguien tuviese dinero… Se terminó la manteca, la carne y hasta la sal. (…)

 Oí decir entonces que los hornos se construían encima de una capa gruesa de sal. Nosotros habíamos visto en el ingenio Guasimal, ya demolido, un horno en estado de ruina y se lo dije a mi padre. Quiso ir allá, pero nos opusimos.

 Preparamos unas barretas pequeñas y cuando fuimos a salir nos detuvieron preguntándonos para qué eran. Contestamos que para sacar boniatos y nos dejaron salir.

 Escarbamos y llenamos dos sacos con la sal que podíamos cargar. Se enteraron en el pueblo y vino a vernos un enjambre de familias, incluso bodegueros. Acabaron con la sal: los últimos tuvieron que lavar las piedras para coger la que se había pegado a ella. (…)

 Muchos salían a forrajear y volvían con los sacos vacíos. Uno de ellos tiró el saco al lado de la puerta de nuestra casa, y se acostó.

 Habíamos hecho unos tamales sin manteca, ni más condimento que sal. Le dimos uno y se lo comió. Al masticar las pajas, se desmayó. Le avisaron a la familia y se lo llevaron.

 A los dos días vimos que cruzaba amarrado en dos palos y en esa forma lo tiraron en la sepultura. Al tercer día entrerraron a su esposa, de la misma manera, porque no había cajas.

 Se veía a los hombres taciturnos por la calles, tambaleándose como los que fuman opio, unos con la piel pegada a las huesos como momias, y otros hinchados por el beriberi.

 Una madre escarbaba en un tanque de basura de una bodega; recogía viandas podridas a las que se les podía aprovechar un pedazo. Un niño de cinco años, pura costilla, se agarraba a su vestido para sostenerse en pie.


 Fragmentos del testimonio de Julián Sánchez, campesino de San José de los Ramos, dictado al etnógrafo Erasmo Dumpierri. Tomado de Julián Sánchez cuenta su vida, Ediciones Huracán, Instituto del libro, La Habana, 1970, pp. 47-63. 

 

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